Antes de nada, quiero deciros que por algún motivo blogger no me deja responder a los comentarios que dejáis en las entradas. Me da muchísima rabia, pero no sé cómo solucionarlo porque nunca antes me había pasado.
Hoy nos toca la última entrada de la serie de relatos previa a mi novela "Crónica del Incendio". "Antes del Incendio" es una serie de cinco relatos protagonizados por cinco de los personajes de la historia. Todos tienen lugar antes de los eventos que se narran en "Crónica del Incendio"; este en concreto tiene lugar cinco meses antes de que empiece el libro. Como ya os he comentado alguna vez, Luna es una de las dos narradoras principales de la novela, y un personaje entrañable tanto por su inocencia como por su juventud. Espero que le deis mucho cariño.
Hoy nos toca la última entrada de la serie de relatos previa a mi novela "Crónica del Incendio". "Antes del Incendio" es una serie de cinco relatos protagonizados por cinco de los personajes de la historia. Todos tienen lugar antes de los eventos que se narran en "Crónica del Incendio"; este en concreto tiene lugar cinco meses antes de que empiece el libro. Como ya os he comentado alguna vez, Luna es una de las dos narradoras principales de la novela, y un personaje entrañable tanto por su inocencia como por su juventud. Espero que le deis mucho cariño.
La ilustración, como siempre, viene de la mano de Jota Ilustrador y como ya nos tiene acostumbrados, es absolutamente magnífica y representa genial a Luna.
¡Espero que os guste!
Luna Riversong
Ciudad Nueva
Cuando el autobús del Transporte de
Industrias deja atrás la última fábrica y entra traqueteando en el gueto, ya es
de noche. Suspiro, rezando por poder llegar a casa antes de que comience el
toque de queda. Salir de clase tarde no supone un problema para los señoritos
del Centro, pero es algo muy diferente para mí. No es solo que en mi “distrito”
no haya un alumbrado decente en las calles, sino que tampoco es muy seguro
recorrerlas de noche.
Me bajo del autobús y comienzo a caminar a paso
rápido por las calles de tierra apisonada. El gueto consiste en una amalgama de
edificios bajos y achaparrados con paredes de materiales diversos, techos
planos con paneles solares y suelos de tierra prensada. Esas son las casas
“oficiales”, las viviendas prefabricadas que te asigna el Gobierno si eres un
ciudadano de provecho. Pero entre ellas proliferan las chabolas, refugios mal
construidos en los que malviven todos aquellos que no tienen cabida en la
ordenada vida del sistema. Como los niños abandonados o huérfanos. O aquellos
que no quieran ser vistos por las cámaras que hay instaladas en todas las
casas, como las prostitutas y los criminales de poca monta.
De no ser por mi madre, seguramente acabaría
viviendo en una de ellas.
Sólo de pensarlo aprieto el paso, tratando de
llegar a casa lo antes posible. No queda mucho para las diez de la noche,
cuando se activará el toque de queda y se cortará la luz eléctrica en el gueto.
La única iluminación que habrá será el resplandor de las luces del Centro. No
querría caminar casi a oscuras por las callejas del gueto ni por todo el dinero
del mundo.
Por suerte, mi casa no está demasiado lejos de la
parada del autobús. El alivio recorre mi espina dorsal cuando llamo a la puerta
con dos golpes secos, tal y como mi madre y yo acordamos hace años.
Pero nadie acude a abrirme.
–¿Mamá? –llamo en voz baja, insegura– ¿Mamá, estás
en casa?
El silencio es la única respuesta que recibo, así
que me acerco a una de las ventanas de nuestra pequeña casa. Miro por uno de
los agujeros que ha hecho la lluvia ácida en la contraventana de chapa. A
través de la raída cortina hecha de tela de ropa vieja, puedo ver que yace en
el suelo, completamente inmóvil.
–Joder –murmuro, procurando no alzar la voz
mientras busco el juego de llaves de emergencia que llevo en mi bolsa–. Ya voy,
ya voy…
Pero cuando meto la llave en la cerradura no puedo
evitar mascullar otra maldición en voz más alta, a punto de llorar. Mi madre ha
metido su propia llave desde el lado interior de la cerradura. Es algo que
solemos hacer para evitar que nadie pueda entrar en nuestra casa cuando estamos
nosotras dentro.
Vuelvo a la ventana y trato de distinguir si mi
madre está consciente, pero mirando los los agujeros de la chapa y con las
cortinas echadas no consigo distinguirlo. La enfermedad le ha creado cierta
sensibilidad a la luz, así que solo hay una pequeña lámpara encendida en una
esquina del cuarto. Me parece que tiene los ojos cerrados y su piel está
cubierta por una fina pátina de sudor. Creo que está viva, pero, ¿cuánto durará
si no logro ayudarla? Y aun en el caso de que logre entrar en casa, ¿qué voy a
hacer?
Me dejo caer de rodillas en el suelo, a punto de
sufrir un ataque de ansiedad. Mi madre está ahí, apenas a dos metros de mí y no
puedo ayudarla… ¿De qué sirven todas las jodidas cámaras en las casas si nadie
va a enviar ayuda cuando alguien cae enfermo?
No puedo sucumbir al pánico. Tengo que entrar y
luego, si aún no ha empezado el toque de queda, podría intentar contactar con
Soren. Aunque solo sea un estudiante sé que va a ser un gran médico, y si no,
sus padres son farmacéuticos… Podrían ayudar. Sí, esa es una idea que podría
funcionar. Me pongo en pie y me encaro con la puerta cerrada, tratando de
pensar rápido. Lo único que me viene a la mente es otra explosión de rabia y
frustración, así que embisto la puerta con el hombro derecho.
Me hago tantísimo daño que casi me parece que el
crujido que oigo viene de mis huesos, pero la grieta vertical que aparece en la
puerta de aglomerado me hace darme cuenta de que no es mi hombro lo que se ha
roto. Por una vez, el hecho de que nuestras casas estén construidas con los
peores materiales posibles parece útil, así que aprieto los dientes y me lanzo
otra vez contra la puerta.
La tercera vez que la embisto aterrizo en el suelo
de nuestra pequeña casa, en medio de una lluvia de astillas, mordiéndome el
lado interior de la mejilla derecha al caer. Se me escapa un gemido entre
dientes.
–¿Mamá? –gimoteo, acercándome a ella sin
levantarme del todo.
Mi madre tiene la piel oscura como el caramelo, un
tono tostado no mucho más oscuro que mi propia piel, aunque en las mejillas y
los dedos que le quedan parece muy enrojecida. Tiene un sarpullido enorme en la
cara interna del antebrazo izquierdo, uno que no tenía esta mañana cuando me
fui.
–¿Mamá? –digo dubitativa, tocándole la frente y
apartando los encanecidos mechones de su rostro. Su cabello solía ser como el
mío, liso y tan negro como la tinta, pero la mayor parte se le ha ido cayendo
en los últimos meses y lo que le queda está grisáceo y encrespado– ¿Mamá, me
oyes?
Los párpados de mi madre aletean suavemente, pero
no abre los ojos.
–¿Luna?
Me siento tan aliviada que quiero romper a reír.
–Soy yo, mamá –digo, tratando de no alzar la voz
para no atraer curiosos indeseados–. Te has desmayado. Voy a llamar a Soren, mi
amigo el médico, y…
En ese momento, la pequeña lámpara que era nuestra
única luz se apaga de golpe. Siento tantas ganas de gritar que casi no puedo
contenerme, así que en vez de eso rompo a llorar. Querría pedir ayuda, a
alguien, a quien sea, pero desde el principio mamá y yo hemos estado solas. En
cierto modo aisladas incluso del resto de los habitantes del gueto.
No tengo a nadie a quien recurrir aquí.
–Lo siento.
El susurro de mi madre es tan tenue que apenas lo
oigo. En medio de la casi completa oscuridad que caracteriza al gueto durante
la noche, cuando pretenden obligarnos a dormir con los cortes de luz, me parece
ver el reflejo de la escasa luz exterior en un ojo abierto.
–Lo siento –repite mi madre en un ronco susurro, y
no puedo dejar de maldecir la enfermedad que le ha robado hasta la voz–. Siento
irme así. Hay cosas que debería haberte contado…
–No te vas a morir, mamá –murmuro entre lágrimas,
porque no puedo asumir algo así, sencillamente no puedo. Mi madre es
prácticamente mi vida. Mi madre es todo mi mundo–. Mamá, aguanta hasta mañana,
Soren…
–Luna –me interrumpe mi madre, y noto como respira
otra vez entrecortadamente.
A tientas, le tomo el pulso con los dedos, como si
realmente supiera lo que estoy haciendo. Noto que los latidos de su corazón son
como un reloj desacompasado, se aceleran y se interrumpen en una sinfonía
dislocada que no augura nada bueno.
Las taquicardias son un síntoma más de su
enfermedad, pero hasta ahora, en todos los años que mamá lleva aguantando, no
habían durado tanto.
Y de pronto, todo se queda en silencio.
Aprieto los dedos contra su cuello con todas mis
fuerzas, tratando de captar algo, lo que sea; pero bajo la piel aún cálida no
hay latidos. El aire de mi casa parece estático. Solo unos sollozos histéricos
rompen el atronador silencio.
Sé que no debería hacer ruido, pero no puedo dejar
de llorar. No me importa que alguien vea la puerta rota, me oiga y venga a por
mí. Solo me importa el cuerpo que ya no es mi madre enfriándose en el suelo, a
mi lado; el vacío que ha dejado en mi vida y que ya nunca podré llenar. Sollozo
y siento que no puedo respirar. Me duelen la garganta y los ojos, me duele… me
duele todo.
No puedo más.
–Mamá…
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